sábado, 3 de marzo de 2012

Notas inquietantes

Me asusta. Sinceramente, me asusta haber llegado a este pensamiento. Podría ser reflejo de cuanto siento en esta dichosa realidad. Pero... ¿cuánta dicha hay en ella?
Ser humano. Esa es la realidad. Ser hombre. Esa es la mía.

Mil veces me he cuestionado si la felicidad es la verdadera meta del hombre. La respuesta siempre fue la misma: ¿cuál sino? Y me maravilló esa respuesta. Pero he de reconocer una cosa: Tiene una grieta. La tiene. Siempre me inquietó. Y hoy la he encontrado...

Si el amor es fuente de esa felicidad, amor a cuanto existe, amor a la vida. Si es tal, podemos pensar que estamos condenados a ser felices. Es un hecho, irremediable, que como seres humanos queremos y deseamos. Jugosas cadenas a las que nos agarramos, para oler su fragancia.

Descarriados los hay por millones. Tantos aquellos que buscan cuanto de por sí les destruye.
Y el mero hecho de que existe "cuanto no destruye" (ese amor, y esa felicidad), es esperanza, y a la vez condena.
Y es condena porque nos ata a esta vida, una felicidad duradera por toda nuestra existencia, y condenados cual seres humanos a querer acercarnos a ella. No seré yo quien renuncie a esta condena, pues soy humano. Soy hombre.
Si nos soltamos de esta cadena (el amor y por consiguiente la felicidad), sea a consciencia, o no, renunciaremos a nuestra humanidad: y sin dejar de ser humanos, en la falsa creencia de ser diferentes, martirizaremos al resto, trataremos de soltar al resto de sus cadenas (atadas a su humana existencia...), y sólo lograremos agonizar.

Pero me doy cuenta de que si bien el amor, esa felicidad, es la mayor que podemos alcanzar en esta vida, así descubro, por tanto, que no hay mayor placer, regocijo y gozo, que soltarnos de estas cadenas.

Con sangre en los dedos, de mi humana alma que solloza al hacerlo, escribo y contemplo:

Que no hay felicidad más verdadera,
en cuanto existe y no existe,
que la Muerte.

lunes, 9 de enero de 2012

Ilusión

Imagina un mundo en el que las semanas no existieran. Ni siquiera el domingo. Ni siquiera los meses. Ni siquiera los años.

Qué sería de los cumpleaños. Sonreiríamos al pensar en el nacimiento, una esencia desligada de todo prejuicio, apenas si atada a cuanto el siempre transcendental ser humano hubiere querido otorgarle. Nada más.
Y las estaciones. Sentiríamos el frío en nuestras carnes y pronunciaríamos: ya ha llegado el invierno. Y no al contrario. Sentiríamos el calor, y sin ningún calendario al que ceñirnos, gritaríamos: ¡todos al agua! Y no al revés.

La niñez, la adolescencia, la madurez, la adultez, la vejez... edades medidas en lunas, en primaveras, renaceres de un tiempo nuevo. Incluso, vayamos aún más lejos. La edad no está medida ni en lunas. Nadie tiene interés en conocer la edad de nadie. Nadie tiene interés en conservar su propia edad. Pues la única referencia está en el anciano, y en el niño.

Y ahora, después de todo esto, ¿existe acaso la posibilidad de alcanzar esto? ¿Quién destruirá los convenios de las mentes de todo ser humano, el metro de platino e iridio, el termómetro de Celsius, quién?

Apenas si tiene solución. La devolución de la existencia al tiempo es un acto que roza lo imposible. E imposible es acabar con el metro del Louvre, ¿o quizá no tanto?

Es entonces primordial conocer la diferencia que existe entre el tiempo y el metro, entre un convenio y otro. Sólo así podremos destruir los verdaderos demonios que asolan nuestro mundo, de detalle en detalle, imperceptibles, pero tan contundentes como el huracán del vuelo de una convenientemente bella mariposa.
Así podremos acabar con ellos, uno a uno, empezando por los más manifiestos, los picos del iceberg, como el derecho, el deber o el dinero.
Y el iceberg, sin blanco pero afilado pico que asomar, ascenderá a encararse al mundo, cual bello y grande copo de nieve, dispuesto a absorber de por sí a todo hombre.

Pero es el hombre quién debe darse cuenta de la belleza del mundo. De sí, de ella, del resto. Hasta del más despreciable. Y cuando encuentre la belleza en la persona más vil, en la deshonra de su raza, no podrá jamás volver a contemplar sino con horror esa masa blanquecina que a su estirpe amenaza, a su especie diezma, a su universo consume.
Y entonces el hombre dará cuenta de la belleza del mundo, la dará. La justicia, el honor y cuanto ocasiona pena y daño a su mortecina luz serán eliminados, abducidos por la belleza de lo humano. Las artes emergerán. A todo la pasión recubrirá.

El tiempo, entonces, será no más que el observador de una raza humana, plenamente humana, sabedora de sus designios, sus orígenes y su actualidad. La ciencia, no más que un recuerdo, establecerá su corolario final:
"Después de todo, nuestra realidad se reducía a cuanto sentíamos. Y, de hecho, sentimos. Con pasión."
Cantaba el viento una melodía azabache en el más recóndito claro del bosque. La luna observaba el movimiento de cada sonido que por él se propagaba, entrelazando cada singular especie, cada sentimiento.

Éramos nosotros quienes impregnábamos a la misma música... de vida.

martes, 3 de enero de 2012

El Arte de las Musas

Agonizo en el espejo, me observo: no veo notas musicales.

Comienza un nuevo día. La esperanza abriga tu senda.

Sonríes, caminas, hablas, escuchas, pides, recibes, ríes.
Frunces, gesticulas, haces, saltas, agachas, preguntas, invitas.
Luchas, reordenas, cumples, olvidas, vives, mueres, sorprendes, insistes.

Final del día. Lo enciendo. Y empiezo a rememorar.

¿Dónde quedó ese río? ¿Dó el fluvial aluvión de sonidos?
¿Y esos sensibles roces? ¿Qué fueron de las caricias al alma?
Y tras todo esto... ¿Qué es un zénit sin un inicio ni un final?

Final. Lo apago. Comprendo. Me giro: mi imagen.

Agonizo en el espejo, me observo: no veo notas musicales.

La Pálida Luna

El flujo de la vida se detiene cuando la Luna Llena aparece. Una gran Luna sepia que inunda los corazones de todo ser vivo inocente que se vuelve a contemplarla.
La Luna, sin embargo, al poco se torna fría. En el púrpura aroma de la noche, ella se vuelve blanquecina, tímida, huidiza. Ya no es posible mirarla con pasión. Es nostalgia.
La Luna corre a esconderse en un mar de nubes. Y pasa una. Y otra.
Deseo encontrarla. Deseo que la noche nunca llegue a término, que no haya amanecer para nosotros.
En mi naturaleza está ser su Alba. El Alba de una Pálida Luna que aspira a renacer y brillar con la gloria del Sol, en la oscuridad de la Noche.
¿Y acaso no es el Tiempo un fragmento de la libre voluntad de la Luna?